jueves, 9 de abril de 2015

Castillos de arena


Hay muchos tipos de miedo.

Existen las fobias, ataques de pánico irracional que te bloquean y te impiden hacer determinadas cosas, como volar, bañarte en el mar o ver un insecto. Por lo general son temores inocuos, que no te libran de ningún peligro real, porque el agente que provoca tu terror podría incluso no ser tan dañino como el propio miedo en sí mismo. Por ejemplo, el pánico que te provoca la claustrofobia al ir en un ascensor que se ha quedado parado es lo que te altera, y no el propio espacio cerrado.

Luego hay temores racionales, como el producido por oír un ruido extraño en la oscuridad, o el que te  hace acelerar el paso cuando estás cruzando una calle y ves que se acerca un coche, aunque no esté aún tan cerca como para atropellarte. Son miedos basados en el propio sentido común, creados como respuesta a peligros reales, o por lo menos posibles, e incluso como una muestra de nuestro oxidado instinto de supervivencia.

Y también está el miedo a lo inevitable, el absoluto pánico a una certeza total de algo que va a suceder, está sucediendo o incluso ya ha sucedido. Algunos de estos temores son más específicos, como el que sufriría por no poder mantener a sus hijos un padre o una madre que ha perdido su trabajo. Otros, tan profundos y viscerales que llevan atormentándonos desde el origen de nuestra existencia, dando cobijo a distintos estamentos oportunistas dedicados a lucrarse. Si no existiera el temor a la muerte, ¿qué habría sido de la religión?

Este es el peor tipo de miedo, porque no hay nada que puedas hacer para cambiar las circunstancias que te lo provocan. Tu única opción consiste en vivir con ello.

A mi me asusta el paso del tiempo, como certeza total de algo que ha sucedido, pero no va a volver a suceder porque ni yo soy el mismo, ni el mundo lo es; así como nunca pasa el mismo río por el mismo puente, porque el agua, el caudal y el entorno cambian de forma continua.

Es algo obvio: el tiempo es finito desde nuestro punto de vista, así que tiene un proceso vital que provoca que todo lo que sentimos, todo nuestro amor, toda nuestra amistad, toda nuestra felicidad, tengan fecha de caducidad por su propia cuenta, si se mantienen como elementos inmutables y no se aplica el esfuerzo constante que conlleva cuidarlos.

Si eso es lo que crees, hay una sola pregunta que merece la pena que te hagas: ¿crees que todo esfuerzo conlleva resultados de algún tipo?

No hay comentarios:

Publicar un comentario