Pepe fue un niño criado en
tristes circunstancias, pues su madre lo abandonó varios años antes de que
naciera. Su padre, taxista en una sombría y peligrosa metrópolis peninsular
(Puebla de Villasitio, provincia de Soria), tuvo que hacerse cargo del niño a la
vez que realizaba su trabajo. Era como una madre soltera, pero en padre.
A pesar del abandono materno de su hijo no nato,
la familia se consolidó feliz y orgullosa, pues Pepe se convirtió desde la más
tierna infancia en un prometedor estudiante. Veintiocho años y otras tantas
hipotecas sobre el taxi después, Pepe ya había conseguido su título de
primaria.
Con su flamante diploma entre las
manos, Pepe decidió probar suerte fuera de las lides académicas, buscando un
trabajo adecuado a su excelsa titulación. Llevaba el botijo a los albañiles en
una construcción a las afueras de la ciudad. Media jornada. Sin asegurar.
Doscientos eurazos brutos.
Meses después, con semejante
dineral en el bolsillo y deseoso de independencia, Pepe se lanzó a la sucursal
bancaria más próxima (literalmente, ya que atravesó de un salto el escaparate)
para conseguir una hipoteca y poder adquirir una vivienda.
PEPE. — ¡Buenos días, señor
banquero!
BANQUERO. — ¡Por Dios, que
alguien llame a una ambulancia!
PEPE. —No se preocupe, estoy
bien. Lo que en realidad necesito es una hipoteca.
BANQUERO. — ¡Pero está usted
gravemente…! Un momento… ¿ha dicho una hipoteca? ¡Siéntese hombre! En primer
lugar hablemos del aval.
PEPE. — Oh, sí, tengo un
estupendo avalista. Una yorkshire preciosa… la llamo “Princesa”.
BANQUERO. — Y yo que me alegro
mucho, pero ya no estamos en la era Aznar… ¡Oh, añorado paraíso crediticio!
Cualquier idiota como usted podía hacerse rico simplemente viniendo al banco y diciendo "quiero dinero". Ahora, los
susodichos muertos de hambre han dejado de pagar cuotas y estamos con el agua
al cuello… Mismamente, pensamos interponer una demanda multimillonaria contra
usted por lo del cristal. Alegaremos protesta con vandalismo o algo así.
PEPE. — Como debe ser. Me siento
halagado de colaborar con una empresa seria.
BANQUERO. — Por supuesto.
Volviendo a lo de la hipoteca… Si vuelve con alguien que nos deje en depósito unos… digamos
trescientos mil eurillos de nada, le concederemos una hipoteca de doscientos
mil eurazos. ¿Le parece?
PEPE. — Pero, si tuviera
trescientos mil euros, podría comprar la casa directamente. Esto me da mala
espina. ¿Son ustedes honrados?
BANQUERO. — ¡Pues claro!
PEPE. — Entonces vale, estaré
aquí la semana que viene con el dinero.
Preguntándose cómo coño iba a
conseguir los trescientos mil euros, Pepe salió del banco, eso sí, por la otra
ventana. Una vez en la calle, pensó que solo había una solución posible. Tenía
que hablar con su padre.
Continuará…