lunes, 25 de noviembre de 2013

Día internacional de la eliminación de la violencia contra la mujer




Miedo.
Esta ahí todas las noches, me abrasa por dentro cada vez que mi madre me mete en la cama. Lo hace con prisas, mirando a todas partes mientras coge el edredón con dedos temblorosos y me tapa hasta la nariz. Como si con ese gesto me pudiera proteger.
—Buenas noches, mamá.
—Buenas noches, cariño.
Cuando mis ojos se adaptan a la oscuridad, todo se vuelve engañoso. Las sombras de los juguetes crecen y se retuercen, los crujidos del parqué suenan como pisadas de un extraño, y la mochila del cole se vuelve un monstruo inmóvil, que espera en un silencio iluminado por la luz que entra a través de los agujeros de la persiana.
Son miedos inventados. Todos. Solo son excusas para sentirme protegido por las mantas. Una forma de volver las cosas más sencillas noche tras noche.
Pero esta vez no.
Hoy he decidido que no pienso quedarme en mi cama. Cuando he oído cómo se encendía la tele, me he levantado en silencio y he abierto la puerta en una rendija lo bastante grande como para poder mirar a través de ella.
Ella está sentada en el sofá, con la espalda muy recta y la cara totalmente blanca, clavando la mirada unos centímetros más arriba del programa que están emitiendo. Sé que está esperando escuchar el ruido que yo no quiero oír, que está tensa aunque luche por disimularlo; pero hay tantas cosas que no entiendo… ¿por qué deja que la trate así? ¿Y él? ¿Por qué lo hace? Ojalá pudiera ver algo más en su rostro, cualquier cosa que no fuera vergüenza, o asco, o un miedo mayor que el mío…
Pero de día es guapa. Ya no está pálida, y juega conmigo, y sonríe todo el tiempo. No entiendo cómo puede alguien hacerla sentir tan fea, tan estúpida, tan torpe…
Quiero correr hacia el sofá y pedirla que nos vayamos antes de que él venga, pero no me atrevo, y me quedo ahí mirando mientras ella finge ver la tele.
Una llave se cuela en la cerradura, y toda la tensión que mi madre ha acumulado se rompe en un espasmo. Se encoge todo lo que puede sobre su asiento y se concentra aún más en parecer distraída. Casi puedo escuchar sus rezos inaudibles para que pase de largo.
Para que no se fije en ella.
Oigo un portazo, y al fin entra en mi campo de visión. Apesta. Apesta tanto que puedo olerlo. Se tambalea cada vez que intenta caminar en línea recta. Me reiría si no fuera por el miedo que me araña el pecho.
Su mirada enrojecida recorre el salón. Deseo que no llegue a mirar el sofá, que le caiga un rayo, que le dé un ataque, lo que sea. Pero llega, y empieza a sonreír de un modo que no entiendo.
—Hola…
Ella calla.
—Ven aquí… —insiste con voz ronca.
—El niño está en la habitación —contesta ella. Intenta apaciguarlo, pero no sirve de nada, porque las palabras ya no hacen falta. Ya está decidido.
Es la historia de todas las noches. Antes lo esperaba en la cama. Solo tenía que fingir que estaba durmiendo hasta que él llegaba y la violaba. Pero con el tiempo decidió que era mejor estar despierta. Así al menos puede controlarlo un poco.
Pero hoy es distinto. No es capaz de seguir. Ha bebido demasiado.
—No te preocupes… estás muy cansado… —empieza mi madre con voz entrecortada. Nunca la he visto así.
Mi padre no se rinde. Con una mano la obliga a recostarse sobre el sofá, mientras con la otra tira de la parte de arriba del pijama hasta que se la rompe. Oigo como llora, pero sigo en mi sitio, y los minutos pasan.
Ahora es él quien grita y se queja. La mira como si la odiara, como si no soportara ver en qué la había convertido.
—¡Serás puta! —Le da un puñetazo en el estómago—. ¡No vales ni para levantármela!
Los ojos de mi madre se llenan de lágrimas, mientras su boca se abre y se cierra, buscando una bocanada de aire que no llega mientras él sigue golpeándola. Trata de quitárselo de encima. Da patadas y clava las uñas en sus brazos, pero no es suficiente. Es demasiado tarde.
No puedo moverme. Lo intento pero no lo consigo. Quiero gritar pero de mi garganta no sale nada. Las lágrimas me abrasan las mejillas, me clavo las uñas en las palmas de las manos mientras mi cabeza me suplica que me mueva, que haga algo que pare la paliza, los gritos y los insultos.
Cuando termina de pegarla, mi madre cae del sofá. Sé de sobra que esta vez es diferente. Veo como la mira, justo a su lado, tan inmóvil como ella. Hoy se ha pasado de la raya.
Pero por fin puedo moverme.
—¡Mamá! —mi boca se decide a dejar escapar las palabras mientras echo a correr hacia el salón.
Está fría e hinchada, con el rostro amoratado y cubierto de sangre. Casi no parece ella.
—Mamá…
Silencio.
Al mirarla, siento ganas de volver corriendo debajo de las mantas, pero en lugar de eso me obligo a mirar su rostro destrozado. Quiero encontrar algo que me diga que sigue ahí, pero no estoy seguro de verlo. Todavía tiene la mirada perdida.
Oigo unos pasos que se alejan, pero no aparto la vista. Me limito a esperar el sonido que me indica que la puerta se ha cerrado, que él ya no está. Sé que no volverá, pero no me importa.
Intento recordar los momentos en los que ella jugaba conmigo, cuando me abrazaba, y me daba besos pegajosos en las mejillas y me decía que me quería más que a ninguna otra cosa; pero ahora solo veo una cara deformada y cubierta de sangre.
Me recuesto a su lado, me abrazo a ella y cierro los ojos.
Ya no tengo miedo.
Ya no tengo nada.