domingo, 8 de febrero de 2015

Adiós al Old School


Hola, soy lo que Noam Chomsky llamaría... un imbécil (y con razón).

Y hoy no tengo una gran resaca, aunque anoche alcancé cotas épicas (acabé bebiendo whisky y copas de coñac, y eso que no me gusta ni lo uno ni lo otro). Es más, hay cosas que recuerdo más bien a flashes, pero aun así no estoy molido.

Bueno, por dentro un poco.

Y por fuera también.

Ayer fue la última noche del Old School, uno de los pocos bares de mi ciudad que seguía manteniendo el rollo que existía cuando empecé a salir, y no es que quisiera rendir tributo a mis tímidas cogorzas adolescentes, sino que también parte de mí ni había cambiado ni estaba preparada para hacerlo.

Era un local pequeño, con tres alturas distintas desde la puerta hasta unos baños llenos de mierda, una máquina de dardos que no he visto utilizar a nadie en mi vida, un futbolín que había vivido tiempos mucho mejores y agonizaba al lado de una máquina de tabaco en la que casi hacía falta una escalera para pillar un paquete de Camel, y un camarero que siempre sacaba un hueco para hablar un poco de fútbol, por petado que estuviera el bar (lo cual era meritorio para todos, porque allí con veinte personas mantenerse en pie ya era una batalla constante).

Joder, me encantaba ese sitio.

En su última noche, el camarero empezó con una barrilada, buscando atraer a una buena masa de esponjas humanas, y acabó recurriendo a la socorrida técnica de acabar con todo lo bebible que existiera en el local, procedimiento al que nos unimos, como ya comenté, de bastante buen grado. Hicimos un pequeño revival de las peticiones musicales que le habíamos hecho a lo largo de estos años, que casi se reducían a No hay tregua, de Barricada, y a cualquier cosa que se nos ocurriera en ese momento (que bastantes veces tenía que ver con Motörhead).

Y bebimos mucho, claro.

Pero se acabó. Esa parte de mi de la que no me quería despedir terminó marchando por su cuenta a potar a algún sitio íntimo, y yo me quedé delante del camarero, sin saber cómo despedirme pero consciente de que una parte del universo que comprenden mis fines de semana etílicos estaba cambiando para siempre. Y me daba un poco de pena.

No obstante, hay que seguir, ¿no?

Por eso mismo he decidido que esta entrada, que en principio iba a ser muda, va a llevar consigo un lento, agónico y llamativamente melódico One more fucking time, del disco We Are Motörhead del 2000, por todas las canciones de este grupo que ya no tengo dónde pedir, aunque supongo que madurar también consiste en ser tu propio pincha...

1 comentario:

  1. No he podido evitar sonreir al leerte hoy, aunque sé que no era precisamente la reacción que esperabas. Hace años yo también perdí "mi" bar, aquel antro de mala vida en el que por alguna razón me sentía como en casa. Y sí, me sentí un poco huérfana y nunca he vuelto a encontrar otro como aquel.

    (Por cierto, ese local sigue vacío y en el cartel aún se intuye el nombre, aunque hay que fijarse muy bien para verlo. Aún hoy, cuando paso por delante con alguien que no lo conocía, siempre digo: "Mira, este era mi bar, el mejor de todos". Y me siento como si hablase de un buen amigo al que enterré hace tiempo y del que sólo quedase la lápida. Que en el fondo, es lo que es.)

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