domingo, 26 de junio de 2011

Las maletas siguen en la puerta



Hace no más de media hora que he vuelto de unas ¿merecidas? vacaciones de fin de semana en las que mi vida ha carecido de control. He vivido una espiral de orgías gastronómicas con paella, tinto de verano, ensaladilla rusa… vamos, todo un desfase, pero intestinal.

El caso es que, agotado y probablemente con algún kilo más de los que me llevé, he vuelto a casa, he hecho inventario y me he sentido viejísimo. Y es más, me he dado cuenta de que, mientras estaba allí, rodeado de vegetación, comiendo paella y escuchando las chorradas proferidas por los domingueros que pasaban por nuestro lado, no he disfrutado ni una décima parte de lo que esperaba (lo cual, claro está, sí que ha sucedido con mi irresponsable alimentación durante estos dos días).

¿A qué edad, y bajo qué circunstancias, un tipo decide que ya no necesita a sus amigos ni las cosas que solía hacer antes para divertirse? ¿En qué momento exacto se pasa de ser uno mismo a fingir ser otra persona frente a un puñado de parejas a las que nadie conoce de nada, y tener que reírle las gracias a solo Dios (si es que alguien mantiene el contacto con él) sabe qué patán?

Joven o viejo: si lo que esperas de la vida es ser feliz, no te separes nunca de la gente que consigue ese objetivo ni por todas las barbacoas choriceras del mundo.

Si es que va a ser verdad lo que decía mi abuelo: la vida no es difícil, difícil la hacemos nosotros.

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