viernes, 2 de diciembre de 2016

Cinco minutos

Su mirada cae a la esquina del monitor y se detiene sobre la hora.
“Las dos”, se confirma a sí mismo en silencio, aunque no sabe cuánto tiempo lleva meditando lo que quiere hacer. Coloca los dedos sobre el teclado por unos segundos y traga saliva antes de empezar a escribir.
¿Qué haces despierta a estas horas?
Incluso ahora que ha enviado el mensaje no puede detener las dudas. Se pregunta por qué siguen vinculados por una red social después de todo; por qué ella sigue ahí, manteniendo esa vía de comunicación con él intacta. Es posible que sea una forma de guardar las apariencias, aunque la ausencia de más ojos alrededor siembre en él la duda sobre si recibirá una respuesta a su pregunta.
Su mensaje tarda casi un minuto en iluminarse en la ventana de conversación.
No podía dormir.
Sonríe. Desde el salón puede oír la respiración regular de su mujer en el dormitorio. Se pregunta si al mirar hacia el otro lado del pasillo podría ver la luz del ordenador de la niña, escapando por la rendija de la puerta de su habitación.
“Tal vez”, se dice a sí mismo.
¿Quieres que vaya a ayudarte?
Puede notar el corazón latiendo contra sus costillas, tan fuerte que le impide oír su propia respiración.
No.
Se apresura a escribir.
Mañana, después de llevar a tu madre al aeropuerto, te iré a recoger al instituto y te traeré a casa.
Esta vez no hay respuesta. El silencio del chat se mimetiza con el del resto de la casa, cruzando el pasillo hasta llegar al salón, flotando en torno a la solitaria luz de la pantalla.
Su sonrisa se ensancha.

* * * *

Mientras el coche arranca con un ruido seco, ella ni siquiera alza la cabeza. Una cortina de pelo rubio cae sobre sus mejillas, aunque desde el asiento del conductor su padrastro aún puede ver sus ojos, grandes y grises, clavados en la guantera.
—¿Qué tal el día?
La pregunta flota en el ambiente, casi espesando el aire, y durante unos segundos teme que no le conteste.
—Bien... —susurra al cabo de un rato, todavía sin levantar la vista.
Un semáforo en rojo le obliga a frenar, dándole una excusa para poder concentrarse más en ella.
—¿Y eso es todo? —comenta con una leve risa, girándose apenas unos centímetros en su asiento y buscando con sus ojos los de su hijastra.
Pero sabe que no le va a mirar. No ha vuelto a hacerlo en mucho tiempo.
Sin embargo, otro detalle capta su interés. Las finas manos de la chica no dejan de juguetear con el dobladillo de su falda de cuadros, justo por encima de sus rodillas. Si no se tratase de él y de ella, podría haber sido un matiz imperceptible. Quizás en otras circunstancias…
Cuando el semáforo se pone en verde desliza la mano del volante para meter la marcha. Sin embargo, antes de hacerla retroceder hasta su posición original, una idea pasa por su cabeza. Sus dedos dejan atrás la palanca de cambios, y los párpados de su hijastra se retraen para dibujar una mueca de sorpresa.
Para cuando el coche empieza a moverse de nuevo, su mano ya ha cubierto aquel trozo de carne blanca y suave que asoma más allá de la falda de su uniforme.
No intenta ir más allá en lo que resta de trayecto, aunque el tacto de esa pierna no deja de penetrar en su cerebro, prometiéndole un tierno adelanto de lo que encontrará al llegar a casa.
“Nada de anticipos.”
Aparta la mano de su muslo para pulsar el botón del mando del garaje, y no vuelve a tocarla mientras la puerta metálica se abre ante ellos.
Recorre los últimos metros hasta detener el coche sobre su plaza, sin poder quitarse de encima el hormigueo que se ha instalado en su estómago. Antes de que el motor deje de sonar, la puerta del copiloto se abre y ella sale con su mochila a cuestas. Casi le parece ver un contoneo en la forma de caminar de la chica antes de salir del coche y seguirla.
“Dije que nada de anticipos”, se recuerda a sí mismo, apretando los dientes.
La oscuridad se traga a su hijastra al cruzar la puerta que da a las escaleras, como si fuera una fantasía que vuelve a su mundo y deja abierto un resquicio para que él pueda seguirla.
Pero el País de las Maravillas no aparece al otro lado del umbral. Solo un impacto, un golpe seco y frío en su frente que hace que todo lo demás se tiña de rojo.
Cuando cae al suelo, ya no hay rastro de su sonrisa.

* * * *

—Mirad, se está despertando…
Un calor sofocante se propaga en ondas desde la frente hasta la nuca, creando maremotos de dolor por toda su cabeza. Sus párpados se han vuelto tan pesados como el plomo, pero aun así consigue separarlos un poco, lo bastante como para que una luz blanca y titilante le arañe las pupilas. Trata de pedir agua, pero no puede.
Una mordaza le aprieta las comisuras de los labios.
Esta vez sí logra abrir los ojos, con un montón de preguntas bullendo por encima del dolor. ¿Por qué está amordazado? ¿Cómo ha llegado hasta allí? ¿Por qué nota tan pegajoso el lado derecho de su cara?
De manera gradual, las formas van dibujándose ante él. La luz emana del fluorescente alargado del techo y rebota sobre unos azulejos de un blanco impoluto. “Estoy en el baño”, se dice en un silencio obligado. Trata de mover los brazos, pero al instante siente una punzada de dolor. Nota el tacto áspero de unas bridas de plástico rozando sus muñecas, manteniéndolo firmemente sujeto a la tubería de la ducha.
—Será mejor que no te muevas o se cerrarán más —comenta despreocupada una voz frente a él, mientras unas manos aflojan la mordaza y la dejan caer sobre su cuello.
Ella.
Apenas puede reconocer las figuras que tiene delante hasta que sus ojos se acostumbran a la luz. Su hijastra aún lleva el uniforme puesto. No la ve muy diferente de cuando fue a recogerla al instituto, pero ahora no está sola. A ambos lados, dos chicos con idénticos uniformes escolares y los rostros cubiertos por pasamontañas negros se ajustan unos guantes de látex. El olor del talco llega hasta sus fosas nasales multiplicado por diez.
El que está a su derecha, justo al lado del espejo, deja reposar un bate de madera ensangrentado junto a su pierna.
“Mi sangre…”
Baja la mirada hacia su camisa, cuajada de manchas de un rojo oscuro y brillante.
—¿Qué ha…? Soltadme…
El bate se separa de la pierna del chico y vuela firme en su mano en dirección a la rodilla del hombre, que apenas oye el sonido del golpe. Solo nota un aguijonazo que atraviesa cada terminación nerviosa hasta llegar a su garganta y explotar en un grito mudo.
—¿Quieres que te soltemos? —La voz de la chica suena igual de neutra que al principio, como si estuviese comentando una película desde su sillón—. Yo quise que me soltaras una vez, ¿recuerdas?
Él lucha en silencio por recuperar el resuello, con la mirada clavada en su propia rodilla. No está rota, pero sí enrojecida. El dolor mana en rápidas ondas que hacen vibrar su cuerpo.
Tarda un rato en darse cuenta de que solo tiene puesta su camisa.
—Mi ropa… —murmura. Se le ocurre que hablar quizá le ayude a ganar tiempo, aunque en este momento no sabe para qué—. ¿De qué va todo esto? ¿Qué crees que vas a hacer?
Ella se echa a reír.
—Ese es tu problema, ¿sabes? Crees que puedes controlarlo todo. Incluso ahora mismo, cuando ni siquiera puedes moverte. La última vez… —Hace una señal, y el bate vuelve a salir disparado hacia su pierna. El impacto saca todo el aire de sus pulmones—. Pensaste que todo estaba bajo control, que no importaba lo que le hicieras a alguien incapaz de defenderse…
—¿QUÉ COÑO QUIERES? —grita de forma entrecortada, doblado sobre su estómago.
—Quiero que comprendas.
Las bridas se cierran cada vez más sobre sus muñecas, pero no puede hacer nada al respecto. Ni siquiera es capaz de cargar con su propio peso.
—¿Y qué tengo que comprender?
Ella calla. Es solo un segundo, pero sus ojos tienen tiempo para llenarse de lágrimas.
—Que no hay vuelta atrás.

* * * *

No hace mucho…

Cinco minutos.
Ese fue el tiempo que tardé en desaparecer.
En el primer minuto la puerta de la habitación se abrió de golpe. Sabía que estábamos él y yo solos, pero aun así llegué a gritar, y él me tapó la boca. Su mano libre bajaba por mi cuello, deteniéndose en mi pecho y pellizcándome un pezón hasta hacerme apretar los dientes por el dolor. Traté de revolverme, pero la mano que aún se cerraba en torno a mi boca y mi nariz apretó aún más y sentí que me faltaba el aire.
En el segundo minuto comprendí lo que pasaba. El miedo tiraba de mí desde lo más profundo de mi estómago. Traté de mostrarme calmada durante un segundo, fingiendo que ya no trataba de resistirme, aunque mis ojos virasen en todas las direcciones en busca de… algo.
Funcionó.
La presión de sus manos se volvía más ligera mientras su sonrisa se ensanchaba. Alcé una pierna y pateé su nuca, haciendo que se doblase hacia delante por el dolor. En ese momento me escurrí entre sus brazos y corrí hacia la puerta, pero no llegué. El trozo de madera entreabierto me enseñaba el pasillo, casi como una burla, mientras él se sentaba sobre mis piernas. Su puño se estrelló en mis costillas, empujando un gemido más allá de mi garganta.
—Ven aquí… —murmuró, mientras volvía a tirar de mí hacia la cama.
Me volvió a tumbar boca arriba, con las manos aferradas a mi pantalón de pijama y mi ropa interior. Pataleé con todas mis fuerzas, pero no logré evitar que me desvistiera de un tirón.
En el tercer minuto redoblé mis intentos. Traté de arañarle la cara, de golpear su estómago y de patear su entrepierna mientras él luchaba por separar mis rodillas. Esta vez no dejé de gritar. Siempre recuerdo los pinchazos en la garganta desde entonces. En mis pesadillas, son tan intensos que me ahogan.
En el cuarto minuto supliqué.
—No, por favor… déjame… suéltame y no diré nada, ¿vale? Por favor, por favor, ¡por favor!
Las lágrimas me abrasaban las mejillas y emborronaban mi vista. Al ver cómo me deshacía se detuvo por unos instantes, haciéndome pensar que había logrado salvarme.
Y se echó a reír.
Apenas podía distinguir su rostro, pero el dolor, áspero y punzante, llegó hasta mi garganta y ahogó mis gritos. Algo hizo presión por un instante antes de romperse dentro de mí, alejando lo poco que quedaba de mis fuerzas. Y yo ya no era yo. Yo ya no podría ser yo después de eso. Todo lo que te importa, todo lo que quieres ser y vivir, puede dejar de tener significado en una estúpida fracción de tiempo, lo bastante larga para convertirte en un enigma. Para inocular en tu interior un virus para el que jamás tendrás vacuna.
En el quinto minuto empecé a planear mi venganza.

* * * *

El plato de ducha no tarda en quedar salpicado de manchas rojas, brillantes como rubíes a la luz del fluorescente. Hace rato que él no siente sus codos y sus rodillas, y estuvo a punto de desmayarse cuando el bate se estrelló en su caja torácica.
—Llevo esperando a que mi madre volviera a irse desde entonces —su voz sonó juguetona, o tal vez ya deliraba por culpa del dolor. Incluso las formas se empezaban a emborronar a su alrededor—. Traté de evitar sospechas, así que jamás cambié mi forma de comportarme. Ni dije nada a nadie fuera de este cuarto de baño —suelta una risa nerviosa—. ¿Para qué? Un jodido enfermo hijo de puta más en la cárcel, esperando un tiempo prudencial para volver a salir y destrozarle la vida a otra pobre niña… Nunca fue la clase de consecuencias que deseé para ti.
Él trata de contestar, pero en lugar de palabras brota una arcada, y un hilo de sangre y bilis se estrella contra sus pies. Mientras, ella continúa.
—Gracias a ti yo ya estoy rota. Más allá de cualquier posibilidad de recuperación. Tú me arrancaste algo que me pertenecía —se toma una pausa, y la respiración del hombre se acelera—. Y yo pienso hacer lo mismo.
La chica se da la vuelta, y él hace un último esfuerzo para levantar la mirada. Sus tres captores se inclinan sobre el lavabo, y un sonido metálico llega hasta sus oídos.
—¿Has notado la otra brida?
La pregunta apenas tiene significado en los oídos de su padrastro, pero no es así con la mirada fugaz de la niña, directa al lugar donde acaba su camisa ensangrentada. Los ojos del hombre vuelven al lavabo, donde sus manos enguantadas sostienen un emasculador.
Y entonces lo comprende. Para ella, los golpes no han sido una forma de venganza, sino una simple distracción. Una forma de evitar que él se diera cuenta de la presión en sus genitales.
Sus comisuras se retraen en una sonrisa.
Cuando los tres chicos se vuelven hacia él, ni siquiera tiene fuerzas para temblar. Una risa histérica atraviesa su boca mientras se fija en los otros dos. El de la izquierda se inclina sobre él y vuelve a ponerle la mordaza. El del bate deposita en la ducha un cubo con hielo, justo entre sus gemelos.
—Es curioso —comenta ella mientras tanto, poniéndole el emasculador entre las piernas—. Hace cinco minutos estabas inconsciente, y lo último que había pasado por tu cabeza era la idea de volver a violarme.
El hombre tiembla ligeramente al notar el frio del metal. “No”, se obliga a pensar, “no es la cuchilla”. Sus ojos se cruzan una vez más, y al fin él lo entiende todo. Nada de lo que ocurrió antes de llegar a ese cuarto de baño ha sucedido por accidente.
Casi como si hubiera tenido el mismo pensamiento que él, la chica esboza una discreta sonrisa, encorvada hacia su cintura y sujetando la cuchilla con ambas manos. Tras un leve silencio, añade.
—Pero en cinco minutos todo puede cambiar.

Y un grito ahogado rasga el silencio de la casa.


P.D.: Esta historia corresponde a un reto en un foro de literatura, que consistía en elaborar un relato violento. Está inspirado en la película Hard Candy.

No hay comentarios:

Publicar un comentario