Tras un suspiro de alivio, el
monje levantó la cabeza y esbozó una sonrisa. Tras meses de trabajo, había
terminado el manuscrito. Entonces, el hermano Simeón entró en el scriptorium.
— Propicios días, hermano
Miguel, ¿has acabado ya el libro de horas?
— ¡Aquí está! Lo llamaré “El
Códice Calixtino”.
El hermano Simeón se rascó su
cabeza tonsurada.
— Lo que no entiendo es por qué
no has usado directamente el Word. La reina de Francia debe estar que se sube
por las paredes, y ya sabes cómo son los daneses.
El hermano Miguel soltó un
bufido.
— ¡Estamos en el año 1195! ¡No
existe el Word, ni Windows, ni Microsoft! ¡Ni siquiera ha nacido Bill Gates!
— No me lo recuerdes…
— Es que estás todo el día con
la misma mierda.
— Amén Jesús. ¡Blasfemia!
— No grites, el abad está
durmiendo la siesta.
— Ya, se toma muy al pie de la
letra lo de la vida contemplativa… oye, ¿y si aprovechamos y nos vamos de
putas?
— Ya era hora de que lo
sugirieras. Por cierto, nosotros éramos católicos, ¿no?
— Bueno, yo más bien soy
agnóstico.
— Ah pues yo soy del Depor.
— Pero si somos belgas.
— Yo creía que éramos franceses.
— Ya, hay un desacuerdo al
respecto.
El hermano Miguel sacudió la
cabeza.
— Qué poco me gustan los cismas
—murmuró.
— Lo sé… por cierto, ¿qué hay de
esa sugerencia de irse de putas que alguien lanzó al aire?
— Ah, sí… vamos.
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