Cuando llegamos a segundo en Historia del Arte, se dio una de las peculiaridades que me llevaron en su momento a cambiar la facultad de Derecho por la de Filosofía y Letras: una asignatura obligatoria dedicada al cine.
No sé si tuvo mucho que ver con eso, pero el caso es que se organizó una serie de charlas relacionadas con el nexo que une el cine y la música. No sé si mis ganas de entrar en materia me hicieron ver las cosas de forma distinta, pero me da que no eramos pocos los que nos plantamos allí con ganas de saborear un anticipo a la asignatura que rompería la monotonía de temarios repletos de arquitectura, escultura y pintura.
Creo que me pasé con las expectativas, de todas formas...
El caso es que en una de las ponencias (de hecho, la que hablaba directamente de los musicales a lo largo de la historia) se mencionó un poco de pasada una serie de la que no había oído hablar en mi vida, y la cual fue de lo poco que acabé rescatando (y tal vez lo más destacado junto con la genial "promo" que hicieron los del grado de musicología durante los días previos, interpretando en el hall de la universidad entre clase y clase temas como Miserlou, Where is my mind o el entrañable Buon giorno principessa de La vida es bella). Ese primer contacto se produjo en forma de canción, titulada The most beautiful girl in the room, y su efecto fue fulminante. Apenas un par de estrofas y todo el mundo se estaba descojonando como si hubiesen bombeado THC por los conductos de ventilación. Al final de la charla, la conclusión para mí estaba clara: hay que ver esa puta serie cuanto antes.
Y la verdad, fue una pena no haberla encontrado hasta este verano.
La serie, a cargo de HBO (lo cual suele ser garantía de calidad) va de Bret y Jermaine, dos neozelandeses que tratan desesperadamente de triunfar en Nueva York con su grupo de música, lo cual les resulta de lo más difícil, dado que no les queda otra que encomendarse a Murray, probablemente el peor manager de la historia (aunque en cierto modo lo compense con un gran corazón).
Con un humor de tintes surrealistas, capítulos de veinte minutos y un par de temporadas, la fuerza de la serie está centrada en las composiciones de los propios Bret McKenzie y Jermaine Clement, que utilizan una guitarra y un bajo para acompañar unas letras que te hacen desear que la serie acabe con ellos llenando el Madison Square Garden. Incluso te alegras al saber que Flight of the conchords fue probablemente una forma de promocionar a un verdadero dúo musical.
Y para muestra, esta genialidad sacada de una de sus actuaciones: The humans are dead.
No hay comentarios:
Publicar un comentario